La sardina, uno de los más conocidos pescados azules, es un alimento tan económico como recomendable y que debería estar más presente en la dieta habitual: aporta abundantes proteínas (18% del producto) de gran calidad y sus grasas (8%, aunque varía según el momento de la captura del pescado) pueden presumir de un perfil muy saludable, con abundantes poliinsaturados Omega 3.
Además, las sardinas son ricas en vitaminas (especialmente, solubles en grasa, como la vitamina D) y minerales.
Elegir sardinas frescas o conservadas en aceite, ambas muy convenientes y saludables, no es, sin embargo, intrascendente desde un punto de vista nutritivo: las de lata, al tener más grasa resultan casi un 40% más calóricas que las frescas cocinadas sin aceite, por ejemplo, asadas. De todos modos, el aporte energético de las sardinas en aceite es moderado: 210 calorías cada cien gramos de producto.
Es cierto que la sardina gozaba de mucha popularidad en ciertas áreas geográficas españolas, pero, pese a esto, no tenían demasiado prestigio.
En el mejor de los casos se consideraba que, aunque como pescado tenía una proteína de cierta calidad (por supuesto menor que la de la carne), la grasa en ellas contenida elevaba el colesterol sanguíneo.
Posiblemente, la causa de esta leyenda negra se debiera a la falta de datos científicos que pusieran de manifiesto sus aspectos positivos como alimento.
Sin embargo, en los últimos años estas ideas han cambiado y en la actualidad se ha demostrado, cómo el consumo de grasas de pescado disminuye la prevalencia de enfermedad cardiovascular (EC), especialmente las coronarias.
Os dejo un buen estudio sobre "Las Sardinas enlatadas en la Nutrición" que elaboró la Fundación Española de la Nutrición.